Una piensa, al encontrarse el título del libro, en la
elegía y en el tango. Siglo XX, cambalache. Oh, siglo XX. Una se adentra en el
libro como en el lamento de un poeta que, ya con dieciocho años, se había
lanzado como Una flecha hacia la nada.
Entonces una entra en el libro y se encuentra de bruces con
el gran poema “La madre”. Y ¿quién habla ahí? El yo lírico es otro. “Yo es otro”,
resuena el eco de Rimbaud. O las palabras de Borges: “Como Cornelio Agrippa,
soy dios, soy héroe, soy filósofo, soy demonio y soy mundo, lo cual es una
fatigosa manera de decir que no soy”.
“Se me han borrado los ojos/ al mirarme al espejo”, dice
Pablo Méndez en el poema “Casablanca, 1941”. A lo largo del libro, es frecuente
encontrarse con ese poeta que ya no es un sí-mismo, que habla desde otro ser,
desde otro tiempo, que se presta a ser todos. Abolida la frontera de la
identidad, cae también la de la muerte. Conversamos con Antonio Machado, o con
Dámaso Alonso, leemos este libro como si fuéramos la mujer con la alcuza viajando
en el extraño tren. Entonces reinterpretamos el título: este libro es un tren
que cruza el siglo XX. Estamos viajando por la historia, por la guerra civil,
por el dolor, acompañados por los poetas españoles más hondos. El poeta dialoga
con ellos. A veces les pide prestado un título. A veces les concede su propia
voz. Una entiende, entonces, el significado del libro como un homenaje.
Homenaje a los poetas que nos contaron el alma del siglo XX. Homenaje a las
víctimas de la guerra civil, en poemas donde el yo lírico es un niño que vive
una posguerra que el autor no vivió. El yo se trasciende a sí mismo, tanto
poética como históricamente. Le da su voz al siglo terminado. Porque la vida no
muere. Ni la Literatura. En los libros, en las librerías –a las que Méndez
dedica su obra- está el alma inmortal de cualquier siglo. Ese libro que es “el
árbol perfecto” que aparece en el poema titulado “Juan Ramón Jiménez”: “de sus
hondas raíces/ no podrás escapar”.
Pero al mismo tiempo que es un homenaje, “Oh, siglo XX” es
más que un homenaje. Es creación poética, no historia. La tradición se
incorpora, como en Borges, a la propia obra. El poeta canta con todos. Las
aparentes resurrecciones no son más que un signo de la inmortalidad. Hay otros
temas también eternos en este libro: el amor, la crueldad, la soledad. El poeta
los aborda remando contra el tiempo (“qué corto fue aquel túnel/ y qué inmenso”)
y convirtiendo en símbolos animales y objetos: “El gato de Maribel”, “El hacha
del abuelo”. Símbolos de las pasiones elementales, del dolor, la locura, la
soledad, el amor. Objetos que aunque estén ausentes, como los muertos, están
presentes. Pues tampoco hay frontera entre ausencia y presencia en un universo
poético en que pasado y presente se superponen.
La poesía de Pablo Méndez parece que toma como punto de
partida el yo, el realismo y la experiencia, por su lenguaje coloquial y cercano.
Pero eso es sólo la apariencia. Es un realismo, sí, pero post-borgiano, un
realismo de quien ya no tiene realidad que retratar sino fragmentos del espejo
en el que estuvo. Un realismo habitado por fantasmas como rincones cálidos en
los que guarecerse. Un texto intertextual, un poeta interpoético. Un realismo
post-cortazariano, donde el sujeto poético es mutante y oscila entre las
diferentes perspectivas de un transcurso temporal que se mueve en círculos.
Ya no estamos en la década de los ochenta, ya no se
posiciona el autor entre la poesía de la experiencia y la metafísica, sino que
es heredero de las dos, al igual que del 27, de Rilke, de Camus y de toda una
tradición llena a su vez de experimentación. De unos hereda el lenguaje
sencillo, directo, sin concesiones a la retórica del adjetivo y ornamento de
que todavía adolece tanto la poesía española; de otros hereda la profundidad en
el modo de abordar la identidad y el tiempo.
Conocedor del hecho literario, Pablo Méndez apela en
ocasiones directamente al lector/ escritor, en algunos poemas metapoéticos como
“Herencia”, “De verdad que lo intento”. Es la ironía o distanciamiento del que
después de haber salido de sí mismo para prestar su voz a otros, es capaz
también de verse a sí mismo desde fuera.
Una sale del libro sabiendo que habló del siglo XX pero
estaba en el siglo XXI (“en este otro siglo,/ que dicen nuestro/ y que detesto”).
Y ya no hay elegía, sino herencia, renovación y esperanza.
María José Vidal Prado